Editorial
Las nacionas ricas anunciaron socorrer a la República de Haití de el terrible terremoto del 12 de enero del 2010. Millones de dólares se prometieron enviar a esa empobrecida nación caribeña y las promesas fueron muchas.
Estados Unidos, Francia, Canadá, Alemania, España e Inglaterra lavantaron su voz de ayuda en dólares y en euros, sumaron millones los anuncios, sólo en cocinglerías porque la realidad haitiano ha ido de mal en peor.
Centenares de miles de muertos por el terremoto y todavía vemos un país devastado, no reconstruido, salvo pálidas ayudas de iglesias bautistas (cristianas).
Bajo esa nefasta situación, Haití, se sumerge más en su calamidad pública nacional, agravada ahora por el cólera, donde más de dos mil personas han muerto en apenas meses.
Y tristemente, se levantaron las mismas voces internacionales de socorro, pero el mal se agudiza.
Es desgarrante la situación de los hermanos haitianos, sentimos la impotencia en nuestras manos, por querer ayudar, pero sólo nos agarramos de la misericordia de Dios para aliviar la amargura de aquel pueblo de tez oscura, pero emprendedor y trabajador.
El pillaje, el latrocinio y la colusión de los gobernantes diezma la vida de una población sumida por esos buitres del poder, en la más espantosa indigencia del mundo.
Haití no puede esperar más de promesas, se necesitan acciones contundentes y precisas para poder controlar la epidemia de cólera, y luego, reconstruir la nación hacia el progreso y el bienestar general.
La indiferencia mundial debe cesar, porque estamos hartos de tantas demagogias internacionales mientras los pobres, los indefensos, los "huérfanos" del destino quiebran sus pieles y sus huesos se desgarran, y sus fuerzas se debilitan con el devenir de los tiempos.